jueves, 23 de diciembre de 2010

ROBINSON SÍMBOLO: CRIMEN Y PERDÓN

Hoy me hiere esta ciudad, la detesto por su narcotráfico enquistado, por su ADN violento, por su trayecto de éxitos a toda costa, por la forma cómo logró sobrevivir, por las formas como drena su dolor.

Hoy entierro a un amigo desconocido y sueño arrancándole el plomo del corazón. Un amigo postpenado que conocí por el trabajo con los jóvenes infractores, un amigo que era testimonio contra lo mafioso arrebatándole pelados al narcotráfico, reconstruyendo vidas de muchachos en la cárcel.

Porque en poco tiempo con Robinson se descubría una persona amorosa, la humildad producto de muchas experiencias y la valentía para el cambio sincero del que no se exhibe pero se destaca, él era una prueba (un testimonio) para muchos: mostraba una ciudad donde uno puede volver para ser perdonado, la piedad de la segunda oportunidad, los encantos de la vida sencilla por amor a unas hijas, por la convicción frente a una esposa: de la moto al bus, de la moda al ahorro para los uniformes escolares, del despilfarro en rumbas al préstamo para las vacaciones familiares.

No necesito muchas pruebas para llorar la muerte de un hombre corregido y correcto porque nunca he pactado alguna excepción con la muerte. La cárcel es un mal necesario, el homicidio donde quiera que se legalice o legitime es la mayor miseria del corazón, la mayor cobardía. Ayer me arrancaba la felicidad ver la camilla metálica en la calle donde depositaban el cuerpo que salía de un bus ensangrentado: imágenes de frío con las que me reciento con que allá tan poco arte, tan poca mística, para la misericordia con la que uno es levantado del suelo por última vez (sospecho que será un momento más importante que el con el que nos someten a la tierra para siempre).

Dignidad también para este hombre que hizo daño cuando era un adolescente lleno de energía y el juego se le volvió verdadero; perdón para un niño lleno de talento que encontró los profesores y patrones que no eran. Intento acá un homenaje a una vida llena de dolor, para ese muchacho de 18 años que metimos a la cárcel 14 años (aunque él sabía lo que hacía no lo castigamos a tiempo, cuando apenas hacía “mandados”), para un papá amoroso que no fuimos capaz de ponerlo lejos del alcance de las balas apenas cuatro o cinco años después de devolverle su libertad.

Más allá de la criminología, recurrir a la teología que legitime el deseo de socorrerle al amigo un camino donde no le falte agua para calmar la sed, ni sufra del desprecio o el desamparo, “donde las verdades no tengan complejos” y “las mentiras parezcan mentiras” y donde el odio no se interponga entre los cuerpos de los amantes. Devolverle al prójimo la ternura y la dulzura opaca y embolatada, desde muy joven, cuando en un barrio popular de escaleras remolinadas se escucha morir al amigo entre los brazos: la misma imagen de La Piedad de Firenze.

Como la estatua de Firenze, nuestra piedad está construida a medias por una caridad que pone lo que nos sobra en disposición para que lo demás no estorbe. La piedad es un acto que surge de las entrañas, no escatima en acercamiento, ni se extravía en la higiene. El compromiso es volver símbolo al ausente, que esa vida de señales inequívocas de posibilidad, tanto como su muerte produzca una protesta profunda e infinita contra las mezquindades de los inevitables asesinos.

Mi rabia llega hasta el deseo de “que los que matan se mueran de miedo”, pero me intento también reconciliar con Medellín, porque no es ella, no es su mayoría, pero tenemos que desnudarnos más, desarroparnos para que los rasgos antioqueños no se confundan con las señales de la mafia. 

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